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martes, 29 de septiembre de 2009

El amor dura siete años ¿?

Diferentes estudios científicos se empeñan en demostrar que el amor no es para siempre. Una diputada alemana incluso ha propuesto que el matrimonio tenga fecha de caducidad a los 7 años. Mientras, los españoles duramos 13,8 años unidos. ¿Nos dejamos llevar por la rutina o hay secretos para que la pasión no se esfume?

Por SILVIA GRIJALBA. (Enlace al articulo original)

¿Qué hubiera pasado si Romeo y Julieta se hubieran podido casar? ¿Habrían resistido con esa pasión incontrolable los envites de la convivencia, los dolores de cabeza, los problemas económicos, las discusiones por la educación de los niños… O su amor se habría ido diluyendo hasta llegar a la crisis de los siete años? ¿Y Penélope y Ulises? Si Ulises hubiera estado en casa todo el día, en vez de la Troya a la Ceca, ¿Penélope habría pasado a la Historia como la gran enamorada o habría cedido a la tentación de alguno de sus pretendientes? ¿Y Ulises? ¿Habría echado una cana al aire con una de las sirenas en alguno de sus viajes de trabajo?

Que la convivencia mata al amor y que después de algunos años el otro deja de ser de color de rosa para aparecer con toda su gama cromática, incluido el negro, es algo que la literatura, el cine, los humoristas y el refranero popular no han parado de recordarnos a lo largo de la Historia.

Últimamente, gracias a la propuesta de Gabriele Pauli, del partido ultraconservador alemán Unión Socialcristiana de Baviera (CSU), de instituir contratos matrimoniales de siete años (renovables si las dos partes están de acuerdo), el debate sobre la posible fecha de caducidad del amor se ha abierto. Diversos organismos, desde su propio partido a defensores a ultranza del amor romántico, están en contra de la medida. Por ejemplo, Benigno Blanco, Presidente del Foro Español de la Familia, considera que va en contra de la propia esencia del amor. «Tanto desde el punto de vista antropológico, como psicológico y moral el matrimonio tiene una vocación espontánea a no tener plazo, a ser para siempre. El amor a plazo fijo es contradictorio con la propia naturaleza del amor. El puro sexo sí puede tener fecha de caducidad; la decisión de compartir la vida totalmente, que eso es el matrimonio, no puede tener fecha de caducidad a priori. Pretender regular un matrimonio a plazo fijo es confundir el matrimonio con su fracaso y eso no es razonable. Si el amor tuviese fecha de caducidad no sería amor», declara a Magazine.

Para toda la vida. Algunos piensan que eso sería en un mundo perfecto y en el fondo envidian a los que tienen ese convencimiento. La propia Gabriele Pauli (dos veces divorciada) afirma que lo que le gustaría es encontrar el amor para toda la vida, pero que si no, su propuesta le parece sensata.

En cualquier caso, lo de la crisis de los siete años es algo de lo que se viene hablando desde hace décadas. La película de Billy Wilder que en España se tradujo como La tentación vive arriba tenía como título original The Seven Years Itch (La urticaria del séptimo año). Aunque este filme puede que no sea demasiado representativo, ya que si uno tiene de vecina a una Marilyn Monroe que le explica que pone la ropa interior en el congelador porque tiene muuucho calor, da igual que uno lleve casado siete días o siete años, porque la crisis no es que esté asegurada es que está casi justificada...

Los expertos hablan de un tiempo comprendido entre los cuatro y los siete años y la explicación a esa revolución, que no siempre tiene que acabar en ruptura, es antropológica y biológica, aunque muchos científicos y la mayoría de los psicólogos se niegan a aceptar que el amor sea únicamente una cuestión de «física y química».Las teorías antropológicas afirman, como recoge Eduardo Punset en su libro El viaje al amor (Planeta), que nuestros antepasados formaban una pareja porque la cría humana tarda mucho tiempo en ser independiente y necesitaba dos adultos en sus primeros años de vida. Uno que la cuidara y otro que buscara alimento. Cuando el niño rozaba los 7 años, ya no era necesario que hubiera dos personas criándole, así que, a no ser que se tuviera otro hijo, no hacía falta que la pareja siguiera junta. Eso es algo que se ha quedado incrustado en nuestro mapa genético y que puede explicar la famosa «crisis del séptimo año».

La profesora de Antropología de la Universidad de Rutgers (New Jersey) Helen Fisher presentó en 1999 un estudio elaborado a lo largo de 15 años en 62 países en el que demostraba que en todos los lugares, con culturas muy distintas, las relaciones amorosas eran similares. El estudio constató que las mujeres tendían a tener hijos cada cuatro años, por esa razón tan lógica de que es a esa edad, los 4 años, cuando ya no hace falta que sean los dos miembros de la pareja los que cuiden del pequeño.

Y dentro de ese periodo de tiempo estableció una serie de fases: la lujuria, la atracción y la unión, que definirían las etapas de amor. La primera (el deseo sexual) sería producto de la testosterona; la atracción (el enamoramiento, lo siguiente a una «noche loca») tendría que ver con los niveles bajos de serotonina y con la dopamina (el neurotransmisor que se relaciona con la sensación de bienestar; de hecho si a una rata le inyectas dopamina, se «enamora» inmediatamente del ratón que tenga delante, sea el que sea). Y en la tercera fase, la de unión estable, entrarían en juego la oxitocina (esencial también a la hora de establecer el vínculo entre la madre y el recién nacido) y la vasopresina.

Esto es a grandes rasgos, pero resulta especialmente curioso un trabajo elaborado por el departamento de Psiquiatría y Neurobiología de la Universidad de Pisa, publicado en Psychoneuroencocrinology, en el que se estudió a 24 personas de ambos sexos que acababan de enamorarse, es decir, que estaban en la primera fase del «amor loco». Los hombres presentaban un nivel menor de testosterona y FSH (hormona del sistema reproductor) del habitual y las mujeres, en cambio, más alto. A los 12 meses los niveles volvían a estar como corresponde. La explicación puede residir en que en esa etapa en la que en el fondo nos pasamos el tiempo engañando al otro, aunque sea inconscientemente, la biología hace que se equilibre el deseo sexual de ambos sexos. Este estudio, claro, sirve para parejas heterosexuales, pero el siguiente no distingue de géneros.

Y es que siguiendo con ese deseo de encontrar una explicación lógica a lo que tradicionalmente se ha achacado a algo casi mágico, resulta revelador el trabajo de la psiquiatra Donatella Marazziti, de la Universidad de Pisa, en el que se estudió a un grupo de personas que estaban «recién enamoradas», a otro con trastorno obsesivo-compulsivo y a un tercero que ni tenía ningún problema mental ni estaba en la primera fase de enamoramiento. El estudio se hizo porque se sospechaba que los niveles bajos de serotonina podían estar relacionados con algunos de los síntomas del trastorno obsesivo-compulsivo.

Teniendo en cuenta que al principio los enamorados no paran de pensar en el objeto de su deseo con una actitud ciertamente obsesiva, no era descabellado observar qué pasaba con sus niveles de serotonina. Efectivamente, los recién enamorados los tenían más bajos, como los enfermos mentales, aunque no tuvieran objetivamente ese cuadro de enfermedad mental. Un año después se repitió el experimento y esos mismos sujetos tenían la serotonina en su sitio.

En cualquier caso, no hace falta que vengan los científicos ni los antropólogos a decirnos que el amor trastorna. Cualquiera que haya tenido la suerte de «padecerlo» sabe que es un estado de enajenación transitoria y que, además de hacer que tengamos una piel estupenda, el sistema autoinmune mucho más alto, que aguantemos sin dormir y sin comer y con un humor excelente días y días (efecto de los niveles bajos de serotonina), que los pájaros canten, las nubes se levanten y todo lo demás, también nos impide pensar con claridad y, por supuesto, con objetividad y frialdad.

Evolución histórica. La psicóloga clínica Susana Méndez, autora, junto a la psiquiatra Norma Ferro, del libro Las hipotecas del amor, que publicará Plaza y Janés el próximo año, explica que esa locura es, en cierta medida, la que hace que algunas relaciones no duren. «La forma de concebir el matrimonio ha variado mucho a lo largo de la historia. Hasta el romanticismo, especialmente con la revolución industrial, el matrimonio no tenía nada que ver con el amor, estaba más relacionado con la amistad y con una especie de sociedad para incrementar o mantener el patrimonio. Pero a partir de la llegada del amor romántico hemos pasado a lo contrario, a pensar que el amor puede con todo y a quedarnos con esa imagen de un tipo de literatura y de cine en el que el final llega cuando la pareja enamorada, después de mil vicisitudes, se casa. Pero, ¿después qué? El problema muchas veces está en que nos olvidamos de pensar fríamente en algo tan importante como la pareja y tenemos una expectativas de un amor romántico, idealizado, que no existe, que con el día a día es imposible que se dé», argumenta la especialista.

De todas formas, si atendemos a las estadísticas, lo cierto es que los españoles somos los europeos a los que más nos dura el matrimonio. En un estudio hecho por la Red Europea de Política Familiar, con datos de Eurostat, la media de duración en España es de 13,8 años, mientras que en Chipre parece que la «crisis de los siete años» hace mella y la media de sus matrimonios se establece en esa cifra, la más baja de Europa. El informe anual que el Instituto Nacional de Estadística acaba de publicar sobre separaciones, nulidades y divorcios también demuestra que los españoles rompemos con la regla de las rupturas a los 7 años. Según ese estudio, la media de lo que dura el amor es de 15, 1 años (1,3 más que lo que indicaba el estudio europeo).

En el informe hay además otros datos que llaman la atención pero que hay que situar en su contexto. Por ejemplo, se dice que en 2006 ha habido un aumento de un 330,6% de matrimonios rotos antes de que transcurriera un año desde la boda, pero hay que tener en cuenta que la ley del «Divorcio Express» (con la que no hay que pasar por una separación antes de pedir el divorcio, como ocurría antes) entró en vigor a mediados de 2005 y ésa es la razón por la que los divorcios han aumentado tan llamativamente. En cualquier caso, las facilidades que ofrece esta nueva ley sí han influido en que el número de divorcios haya aumentado. En 2006 ha habido un 74,6% más que el año anterior.

Siguiendo con las cifras, en un estudio de 2004 del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) sobre la Familia, ante la pregunta «¿cuál cree usted que son las tres cosas más importantes para lograr la felicidad de la pareja?», un 67,3% dijo que «el entendimiento y la tolerancia», un 64,5% respondió que «la fidelidad» y sólo un 36,1% contestó «amarse intensamente». La teoría está bastante clara, otra cuestión es la práctica.

Para Susana Méndez ése es el meollo de la cuestión, la práctica diaria. En su opinión, cuando los neurotransmisores dejan de hacer su trabajo y se pasa la pasión, hay que tener claro que el conflicto y las peleas son normales, que son una consecuencia normal de la convivencia. «Vivimos en una sociedad que, por una parte, no tolera la frustración ni valora el sacrificio. Muchas veces la pareja no funciona o bien porque los dos miembros tienen un nivel de frustración mínimo y a la primera discusión deciden romper o porque ninguno de los dos quiere ceder en nada y la convivencia obliga a ceder, a negociar».

Podría deducirse de todo esto que un modelo perfecto para que la pareja dure sería el famoso LAT (Living Alone Together), es decir, cada uno en su casa y el cepillo de dientes en la de los dos. Pero, en fin, el ejemplo más famoso de ese tipo de relación era el de Woody Allen y Mia Farrow. Y ya sabemos cómo terminó... En cualquier caso, parece que es una tendencia en alza. Aunque en la citada encuesta del CIS a la pregunta de «¿podría decirme cuál de las siguientes formas de vida preferiría usted?», un 55, 6% respondió que «casado», seguido por «vivir con mi pareja sin proyecto de matrimonio» (un 12,2%) y sólo un 2,8% respondió «tener una relación de pareja, manteniendo domicilios separados». Estas respuestas hacen pensar que quizá sea cosa del carácter latino... No hay más que fijarse en que los contratos prematrimoniales y las separaciones de bienes, que en el mundo anglosajón son algo habitual, en España todavía suenan a insulto si una de las partes lo propone.

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